Un Cuento Monetario

Oscar Carreón-Cerda
7 min readApr 19, 2020

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En una comunidad de 20 habitantes, 10 de ellos se dedicaba a cultivar la comida que todos comían y los otros 10 se dedicaban a preparar esa comida. Todos ganaban el mismo sueldo, $5 pesos diarios, y podían cobrarlo en un cajero automático (como los cajeros de banco que uno conoce) al final del día, cuando habían cumplido su trabajo: los 10 que cultivan comida debían producir la comida de 20 (o sea, dos piezas de comida cada uno) y los 10 que cocinan debían cocinar la comida de 20 (o sea, cocinar dos piezas cada uno).

Hacían unos intercambios muy simples: a mediodía, los cultivadores llevaban la comida a los cocineros, quienes la preparaban. Los cultivadores vendían comida cruda y los cocineros vendían comida preparada. El intercambio se hacía a cambio de dinero. Todo era paz, dicha, armonía y mucha felicidad en aquella comunidad. En las tardes, cocineros y sembradores convivían en la plaza pública, ahí donde estaba el cajero, y disfrutaban del vino, de la música, de bailar, de la poesía y de todas las formas de arte, pues eran excelentes artistas todos ellos. Eran una sociedad de iguales, donde todos trabajaban y disfrutaban por igual.

Todo funcionaba en orden en esta comunidad, hasta que una noche uno de los cocineros salió a caminar y se encontró con el cajero automático. Aunque él ya había cobrado su sueldo de ese día, intentó volver a cobrar. El cajero le arrojó un mensaje que decía: “Error, sueldo ya cobrado”. El cocinero insistió otra vez, y el cajero volvió a mostrar el mensaje. Repitió otras tres veces, pero era inútil: el cajero decía que el sueldo ya había sido cobrado.

Enojado, el cocinero golpeó el cajero con todas sus fuerzas. El cajero hizo unos ruidos robóticos durante unos segundos y su pantalla mostraba unas líneas blancas y negras horizontales que subían y bajaban, como vueltas locas. El cocinero se asustó, y se escondió detrás de un árbol que estaba ahí cerca, pero continuó viendo al aparato.

A los pocos minutos de haberse vuelto loco, el cajero arrojó una moneda de $5 pesos, después otra, luego otra, y en total arrojó 10 monedas de $5 pesos. Luego volvió a la normalidad: ni un rasguño, ni un rastro del golpe que el cocinero le dio. Solo había 10 monedas de $5 pesos en el suelo. El cocinero volteó a todos lados, se dio cuenta de que nadie lo veía, y fue a recoger los $50 pesos que estaban tirados frente al cajero. Las tomó y regresó a su casa, donde durmió profundamente y muy feliz. “¡Mañana no tengo que ir a trabajar!” — celebró.

Al día siguiente, el cocinero no se despegó de su cama hasta que llegó la hora de comer. Salió al mercado donde siempre se veían para comer y quiso comprar un plato de comida, pero no había platos disponibles: los otros 9 cocineros prepararon 18 platos, y se quedaron sin plato él y un cultivador. “No hay problema” — pensó — “puedo ofrecerle a alguien $10 pesos por su plato”. Fue donde un amigo suyo y le ofreció comprar su plato de comida por $10 pesos, a lo cual éste accedió con mucho gusto. Ese día no comieron su amigo ni aquel cultivador, cuya comida se echó a perder porque nadie la cocinó.

Al día siguiente, el cocinero volvió a hacer lo mismo: se despertó tarde, no fue a trabajar, no compró la comida del cultivador y pagó extra por un plato de comida. Pero no sólo él hizo esto: su amigo cocinero, al que le había comprado su plato en $10 pesos el día anterior, hizo lo mismo este día. Así que, en esta ocasión, hubo dos cultivadores que no pudieron vender su comida (que se echó a perder) y tampoco pudieron comer, y otros dos cocineros que no comieron (aunque cobraron el doble).

Al tercer día se repitió el mismo proceso. Excepto que, esta vez, cuatro cocineros no salieron a trabajar. Así que cuatro personas que cultivan no tuvieron a quién venderle su comida y tampoco pudieron comer, así como otros cuatro cocineros no comieron porque vendieron su comida en $10 pesos. El cocinero se fue a dormir ese día, feliz y contento. Había gastado $30 pesos y le quedaban otros $20 pesos, suficientes para no ir a trabajar otros dos días sin privarse de la comida porque — pensaba — podía ofrecer el doble a alguno de sus amigos y asegurarse un plato de comida. Pobre ingenuo.

En el cuarto día pasó algo que nadie esperaba. Solo dos cocineros se presentaron a trabajar, así que ocho cultivadores no pudieron vender su siembra. Los otros ocho cocineros se presentaron a la hora de la comida. Ofrecían sus $10 pesos a cambio de alguno de los únicos dos platos que se habían cocinado. En eso llegó el cocinero que obtuvo $50 pesos golpeando al cajero. Le quedaban $20 pesos y decidió ofrecer $15 a cambio de un plato, viendo que no había otra manera de ganarle a los demás cocineros que ofrecían $10.

El cocinero consiguió su plato, pero ni bien pudo sentarse cuando un cultivador, el que no pudo comer aquel primer día se acercó a él, bastante molesto y, con su machete en las manos, amenazó al cocinero con herirlo si no le cedía su plato su comida. La ira del sembrador era grande porque, además del primer día, tampoco pudo comer el segundo ni el tercer día, por lo que no estaba dispuesto a pasarla mal en este cuarto día. Al ver la reacción de su compañero, otro sembrador tomó también su machete y se abalanzó sobre el otro cocinero. Este cultivador tenía dos días sin comer y no estaba dispuesto a pasarla mal por tercera vez.

Ese día comieron dos de las veinte personas. Los otros dieciocho estaban divididos: 8 cultivadores estaban hambrientos (algunos de ellos tenían más de un día sin comer) y muy enojados con los cocineros: ¿por qué tenían derecho a comer si no habían trabajado? Por su parte, los cocineros estaban bastante asustados: ¿por qué los cultivadores se creían con el derecho a intimidarlos con sus machetes?

Esta noche se reunieron, como siempre, en la plaza. Pero hoy no vinieron a convivir. Ambos grupos se reunieron en extremos distintos. Los cocineros llegaron primero y discutían las posibles soluciones: los cultivadores tienen que pedir perdón por su conducta salvaje y arrepentirse de su mala conducta. Los cultivadores llegaron después, y proponían que la solución era forzar a los cocineros a entregar la mitad del dinero a ellos, de manera que se repartiera de forma igualitaria entre los veinte habitantes de la comunidad. Además, los cocineros tienen que disculparse por pretender vivir sin trabajar, sin generar valor para los demás.

En eso estaban cuando el cocinero que golpeó el cajero automático alzó la vista y vio la máquina. Recordó aquel día dichoso en que recibió $50 pesos por una patada inocente, y decidió contarles las dichas que le brindó aquella patada. “Piénsenlo bien” les dijo, “si nos hacemos con el control de la máquina, podemos gozar de comida sin necesidad de trabajar”. Además, les recordó a sus amigos que los precios ya habían avanzado: “hoy el único platillo vendido se ofreció a $15 pesos, no a $5 pesos”.

Los cocineros escuchaban atónitos. Decidieron avanzar hacia el aparato y agredirlo hasta que escupiera tantas monedas como fuera posible. Sin embargo, los cultivadores no se iban a quedar con los brazos cruzados: lo que sea que los cocineros fueran a hacer, ellos querían quedarse con el beneficio. Algunos incluso trajeron sus machetes. Se juntaron en torno al cajero automático, estaban furiosos. Los cocineros, al ver que los cultivadores trajeron sus machetes, buscaron piedras por toda la plaza.

Comenzó una violenta batalla campal, donde volaban piedras y palos y patadas y machetes. Una de esas piedras golpeó el cajero automático, que se volvió loco y comenzó a escupir dinero: primero veinte, luego cincuenta, luego doscientas… terminó de escupir cuando ya habían salido seiscientas monedas de $5 pesos, $3,000 pesos salieron del cajero. Los cocineros intentaron recoger las monedas, pero fue imposible: los cultivadores eran más fuertes. Además, el hambre que habían pasado la mayoría de ellos los volvía más osados, más aguerridos. Estaban dispuestos a hacer todo con tal de hacerse con el dinero.

Ese día se fueron a dormir los veinte habitantes. Los cultivadores cantaban himnos de victoria mientras se repartían el motín: $300 pesos cada quien. Los cocineros lloraban sus heridas. “A ver qué pasa mañana”, decían.

Cuando despertaron, los cocineros acudieron al mercado a buscar la comida que los cultivadores desearan venderles. Pero fue inútil porque ningún cultivador se había despertado. Estaban seguros de que sus $300 pesos les ayudarían a comprar platos de comida al día siguiente. Además, esos pobres cocineros habían caído en tal desgracia que aceptarían condiciones precarias a cambio de su comida.

Se despertaron cuando el hambre les apretaba y acudieron al mercado. Ofrecieron $10 pesos por un plato, pero nadie los tomaba; luego ofrecieron $20, $50… $300 pesos por un plato. Todo inútilmente: los cocineros (los pocos que pudieron ir a trabajar, a causa de las heridas) no tenían comida para cocinar.

Los veinte habitantes de aquella comunidad de dicha y armonía terminaron por migrar a otras comunidades. Los cultivadores encontraron una comunidad donde aceptaban sus monedas a buen cambio. Pero al ver que eran tantos, y que sus monedas pertenecían a una comunidad desierta, las otras comunidades prefirieron no cambiar su dinero por las monedas que ellos traían. Y los cocineros terminaron igual, incluso si no tenían monedas consigo.

Las opiniones expresadas en este blog pertenecen estrictamente al autor, y no representan las opiniones de ninguna institución.

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Oscar Carreón-Cerda

Betting & Finance & Probability enthusiast | UANL & UT1-Capitole (BA Econ, MX-FR intl. degree); El Colegio de México (MSc Econ) | Opinions STRICTLY personal.